El artista tecnológico Jordan Wolfson es el autor de una controvertida simulación de realidad virtual, titulada explícitamente Real Violence, en la que el espectador, situado en Nueva York, observa cómo el autor golpea a un hombre hasta matarlo. Rachel Rossin consigue llevar al público a un punto diametralmente opuesto en Man Mask, un ejercicio de meditación guiado a través del videojuego Call of Duty: Black Ops sin que se aprecie la más mínima muestra de agresividad.
Entre la angustia que genera la paliza de Wolfston y el paraíso surrealista de Rossin caben múltiples ejemplos en los que las innovaciones fundamentales de la cuarta revolución industrial se ponen al servicio de la creación cultural: blockchain, robótica, internet de las cosas, realidad virtual y aumentada, etc. Alex Reyval empezó a interesarse por la fotografía en 2012 gracias a los drones. Desde entonces ha conseguido reflejar en sus instantáneas puntos de vista impensables sin la concurrencia de estos vehículos aéreos sin tripulación.
El reputado escultor Anish Kapoor ha llegado a reducir (virtualmente) a la audiencia a una escala microscópica para que pueda recorrer el cuerpo humano. Y la especialista en performances Marina Abramovicha representado su defunción al ahogarse por culpa del aumento del nivel del mar causado por el cambio climático. De este modo se llega a una obra que no existe de ninguna de las maneras: ni en el mundo físico ni en el entorno digital. Uno de los paradigmas ha sido generado por Kevin Abosch, que en el pasado alcanzó una enorme popularidad al vender por un millón de dólares la fotografía de una patata.
Pues bien, en esta ocasión, ha sido capaz de despacharle por ese mismo precio, un millón, a un grupo de 10 coleccionistas el “concepto de una rosa” para el día de San Valentín. El importe, por cierto, ha sido pagado en criptomonedas. Ambos proyectos, Potato #345 y The Forever Rose, han suscitado una discusión que ha trascendido los círculos intelectuales. Expertos y profanos se preguntan cuáles son los límites de la existencia del arte y con qué criterio se establece el valor de las producciones. Sobre estas bases se configura un negocio que tiene su mercado.
Por esta razón, cambian los métodos y los materiales —del pincel a la inteligencia artificial— y se modifican los espacios de exhibición y transacción. Así, Dadiani Fine Art, en Londres, fue una de las primeras galerías del mundo en aceptar criptomonedas. Cuando empezó a trabajar con bitcoin, su fundadora, Eleesa Dadiano, se sintió abogiada por todo el interés que despertó esta medida. Sea como fuere, a ella le interesa más la cultura que el marketing, según afirma. Uno de los fundadores del museo sin ánimo de lucro M Woods(Pequín), Michael Xufu Huang, añade que el arte siempre ha sido “una forma de comentar la vida” y los avances tecnológicos son ahora “muy importantes en nuestras vidas”.
Desde China hasta Oriente Medio, proliferan los centros de este tipo que se alejan del estilo convencional de los museos y que se atreven con las manifestaciones más audaces. La galería Osage, en Hong Kong, estaba originalmente dedicada a la pintura asiática, sin embargo, en la actualidad acoge arte sobre nuevos soportes y formatos porque, en opinión de sus responsables, es altamente representativo de la sociedad contemporánea.
Fuente: www.lavanguardia.com